Escribió Fabián Herrero sobre la obra de Ariel Litto Ganchier
El otro día, en el bar Flamingo, en Paraná, Litto me preguntó si en verdad habíamos ido a visitar a Beatriz Vallejos a Rincón, junto a otros jóvenes poetas, allá por los tormentosos finales de los años ochenta. Sí, le digo entre copas, no fue un lindo sueño, fue un hermoso día de puro sol, caminatas y poesía. Ese recuerdo reciente, resume la idea que atraviesa y rodea este libro, esa línea roja que separa lo real de lo irreal. Lo que sospechamos que es y no es, esa precisa vacilación, es el espacio en el que conversamos largamente de la mismísima vida. Es, lo digo directamente, también el espacio de indecisión donde fluyen los poemas de La ligereza de las vacilaciones. El pueblo de San José de Rincón, Santa Fe o Paraná reales se refugian en la casa de las palabras y, por cierto, lo que dice el diario Clarín en una mesa de Flamingo donde se toman un liso cuatro viejas gorilas que, hace varios años escucho religiosamente murmurar de ética y de república, es, simplemente, un espejismo o un mal recuerdo.
Bien podría decirse que, como todos, o casi todos, Litto vive varias vidas: el profesor de un colegio de Paraná, el amante del rock de música bien bien pesada, el poeta de la levedad y de las vacilaciones que respira un mundo donde todo parece tener un sentido secreto.
“A la sombra de las hojas/ miraba pasar/ esta mañana/ es demasiado pronto/ y era un sentido/ de la vida/ o escondían el juego?” Estas palabras de Beatriz Vallejos, inician la lectura del libro y, tengo la sospecha, encierran el sentido de aquella vacilación. Buscar el sentido de la vida, buscar el juego escondido, solo mirando pasar la mañana, no como una costumbre casi burocrática sino como algo que viaja suavemente guardando amorosamente sensaciones más profundas.
Escribir tiene una acción doble, es contemplar pero también es buscar. Esa experiencia, mitad silencio reflexivo mitad buscador de caminos, tiene su lado intenso. Se necesita, como aconsejaba Rilke, una fuerza grande y madura para producir algo propio. En voz de Juan Manuel Inchauspe, “es el instante supremo en que salto o me pudro”. Desde este clima de ideas, el poeta traza su viaje y recorta su territorio, a veces alegre a veces doloroso, señalando “esos días donde no hallaba ninguna piel” o, quizás en un tono más dramático, “donde ninguna despedida alcanza”.
Si se supone que se busca no salir de la manada, de la multitud, el poeta busca otras cosas como “su voz de ríos”, como la “maleta de vacíos”. La estrategia del poeta, entonces, es ir por otra calle. En un mundo de infinitas rutinas, decíamos, el poeta busca “esconderse” o, directamente, “desaparecer”. El poema es un río, el Paraná o el Salado, ponele, una fuerza que avanza y retrocede, siempre en abundancia, siempre en expansión. Su lectura, como un mapa de unidad de sentido, es tan móvil como ilusoria. Pero también una experiencia. Escribir lo que se vive. Digámoslo de otro modo: “desaparecer”, “esconderse”, entonces, para emerger en un mundo de signos. Es justamente aquí donde funciona la cita de Molina, quizás en una caminata por el Parque Urquiza espiando el Paraná: “yo solo conozco la raza de tu lengua que descifra el agua y el fuego”.
El poeta santafesino que vive en Paraná escribe poemas para buscarse profundamente, y en ese viaje de soledad y de paciencia, parece enviarnos un mensaje con silencios, con maletas de vacíos. Para decirlo con palabras de Arnaldo Calveyra, nos manda “noticias con los barriletes, con el hilo invisible de las venas”.
Ariel Litto Ganchier, nació en Santa Fe (Capital) en junio de 1965.
Ejerció la Docencia Secundaria en Río Negro, y desde 1993 en Entre Ríos.
Radicado desde esa fecha en Paraná publicó Niluz en Poemas de Washington Castro, Ediciones Delanada, Santa Fe, 1988; "Mar de Bayley" Editorial De Los Cuatro Vientos, Buenos Aires, 2013, obteniendo además, Menciones y Premios en distintos Certámenes Nacionales de Poesía.